1.1 San José (I)
1.1.1 Guadiantor
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El hombre se acercó al muro del Guadiantor, parque municipal y jardín botánico de San José de Lotavia.
Lo que queda en el aire, página 175 (Las sierpes de Medusa).
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Si al atardecer alza la mirada desde su canapé del Guadiantor, podrá observar cómo una bandada de palomas urbanas repite una monótona e imperfecta elipse por encima de las copas de los árboles. Parten de un palomar empotrado en la azotea de un edificio modernista situado en el vértice noreste del jardín, y nada más elevarse vuelan en dirección sur, hacia el mar; pero en cuanto sobrepasan el confín entre el parque y la propia ciudad, señalizado por los mojones de un grupo de ceibas colombianas, regresan y vuelan orillando el parque por su costado oeste, orientándose por la hilera del palmar; y como si los cuatro ejemplares de phoenix canariensis del ángulo noroeste fueran una guía, giran de nuevo, a la derecha, y bordean el parque por el norte, sobrevolando la masa verde de la laurisilva, hasta llegar encima del palomar, donde reemprenden el recorrido, esa elipse marcada por las cuatro esquinas del Jardín Botánico de San José y que, si alza la mirada durante el tiempo suficiente, verá cómo las palomas la repiten hasta que anochezca, cuando desde lo alto vislumbren al palomero distribuyendo el grano y el agua en las jaulas.
...En el aire queda, páginas 32-33 (Gera es feo)
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Otras referencias al Guadiantor en: Quién como yo (pág. 53); Lo que queda en el aire (varias menciones en el relato Las sierpes de Medusa); ...En el aire queda (págs. 52, 85 y 134, en los relatos Rosa sobre luna, La conversación y el amor y Frucho y los zapatos perdidos, respectivamente).
1.1.2 Puerto/Muelle Viejo
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[…] Llegaste a la entrada del Puerto Viejo. Te adentraste en el muelle. Disfrutaste con las salpicaduras del agua, encabritada por el mismo temporal que reburujaba los árboles de la Alameda, con las olas que brincaban por encima del antiguo malecón, nerviosas como tú, de igual forma eufóricas. Zangoloteaste en los charcos del empedrado, como imaginaste que hozaban los cochinos del señor Lorenso en sus intrincados chiqueros de Los Altos de Octavio, aunque, al contrario que ellos desconocieras la causa o el propósito de tan gozosa conducta. Caminaste enchumbado, sí, de pies a cabeza, –¡los charcos, las salpicaduras, en aquel muelle!– empapado de una felicidad antigua que parecía fluir de la fábrica portuaria, y era también una felicidad bifronte emanada del océano mismo, que tras la escollera se encolerizaba y en el interior del puerto se mostraba manso, una alegría emoliente y excitante que te irrigaba dentro y fuera. Deambulaste sensibilísimo –¡mojado, vacilante, resplandeciente!– entre los ociosos que pescaban reconcentrados en su sedal, sin que advirtieras que se alertaran por tu comportamiento, y su inútil tarea y su indiferencia empeoró la neurastenia provocada por las palabras de tu hijo, ese vaivén entre la confusión y la emotividad, entre la tristeza y la dicha con que habías cruzado gran parte de San José, desde tu casa hasta ese lugar. Hasta esa punta del Puerto Viejo donde, sin dejar de zangolotear en los charcos, sin resguardarte de las salpicaduras del mar, respondiste al móvil y le contaste a Abundio tu determinación de no aparecer por la oficina, aunque el señor Lorenso anduviese gritando por los pasillos como un energúmeno panzudo y promiscuo. Cuando devolviste el teléfono a tu americana sentiste alivio, como si todo ese tiempo hubieras estado esperando por aquella llamada para liberarte de tu desasosiego; y entonces pudiste detenerte, y te asomaste al borde del dique, y te concentraste en el batir del agua contra el muro, con la cabeza libre de dolor, hasta que advertiste que el agua, al chocar, no producía sonido alguno. Esa extraña mudez te provocó la impresión de que habías hablado con el portero sin haber intercambiado palabras. Y de esa rareza pasaste a la sorprendente sensación de que, antes que eso, respondiste al móvil sin que sonara. Y, al punto, te estremeció la percepción retroactiva de que durante el desayuno no sonaron voces, de que el viento y el mar habían sido callados, de la ausencia de ruido en las calles que atravesaste: la certeza de que no habías oído ningún sonido esa mañana desde que tu hijo pronunció aquellas palabras. “Papá, ¿tú te comes los sueños?”. Entonces atendiste a tu alrededor: oíste silencio.
Lo que queda en el aire pág. 128 (Somnífago)
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Otras referencias al Puerto o Muelle Viejo en: Lo que queda en el aire (pág. 177, Las sierpes de Medusa); ...En el aire queda (págs. 28 y 135, en los relatos Los husmeadores y Frucho y los zapatos perdidos, respectivamente); Quién como yo (pág. 27).
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