El rostro del pueblo se prolonga en la faz de la cordillera; ambos semblantes conjurados en una simbiosis de respeto e intimidad, el azul los corona. Los ojos de la fábrica se asoman a los de la naturaleza, se contemplan con devoción; las lomas de la montaña departen con los aleros, escuchándose con reverencia. Y, de pronto, rabioso ruido en el coloquio, rayaduras chirriantes en la mirada, los cables, prepotencia y envidia, quiebran el diálogo, ciegan la vista. ¡Ojalá cúspides sin cables!
Los líquenes estigmatizan ocres los confines del mundo. El moho se regodea en desquiciadas oscuridades. Las grietas urden perfiles amenazantes. La rotundidad de los cables atrapan en tal impureza. Bajo la cornisa, ahí la vida. En el muro la existencia es precaria, se necesita espíritu de liquen, de moho, de grieta para adherirse a la superficie, para aferrarse a los cables y no precipitarse al abismo. Frente a ello, el tránsito azul hacia el extremo donde solo existe blanco vacío. ¿Ojalá cúspides sin cables?
En el cielo, erguidos postes generan rumbos paralelos y antagónicos a través de desvaídas sendas y caminos rotundos, fascinantes elecciones que se propagan hacia el infinito. En medio, sutiles transparencias permean las perspectivas del universo; tornasoles multiplican cambiantes sabidurías. Abajo, la fábrica ofrece la solidez de los aleros, la estabilidad de las paredes, el abrigo tras las ventanas. La existencia se sustenta en firmamentos azules, en muros amarillos, en glaucos cristales. En rutas opuestas. ¿Ojalá cúspides sin cables?
Balcones que son uno y son múltiples. Volúmenes sobrios, gráciles elevaciones, miradores diversos hacia el mundo que nos habita. En nuestro interior habita el reflejo del orbe que miramos. Ósmosis de fábricas y de cielos, de piedra y de aire; nosotros y el otro, encarados, integrados, unidos por la serenidad que proyectamos, por la placidez que absorbemos. Pero, ahí, aferrado a la fragilidad de las esquinas, acechan garabato de aviesas retorceduras, infinita desarmonía, exiguo encerramiento, círculo hermético. ¡Ojalá cúspides sin cables!
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Daniel (miércoles, 06 marzo 2019 21:03)
Me alegra que continúe la publicación de esta serie de textos. Me parecen pequeños poemas en prosa. Enhorabuena por la iniciativa, Damián.
Un abrazo.
Damián H. Estévez (miércoles, 06 marzo 2019 21:07)
Gracias por tu comentario, Daniel.
Julio Muñiz Padilla (miércoles, 06 marzo 2019 23:34)
Los cables del teléfono, de la corriente a 220 voltios no son dirruptores del paisaje. La humanidad es otro elemento paisajistico. ¿Existe acaso el paisaje si observador?.
Carmen González (miércoles, 06 marzo 2019 23:49)
El cableado chirría como una tiza de mala calidad en la pizarra. Rompe la magia del entorno.
El observador se pregunta: qué clase de insensible permite y/o potencia ésto?
Damián H. Estévez (jueves, 07 marzo 2019 23:52)
En efecto, Julio, estos cables no son producto más que del ser humano: un símbolo de sus afanes, por tanto. Gracias por el comentario.
Damián H. Estévez (jueves, 07 marzo 2019 23:55)
Pero acaso, Carmen, como producto nuestro que son, estos cables también pueden definir algún desvelo positivo, tanto como fealdad; es lo que intento investigar con esta serie. Gracias por tu comentario.