Presentación
Lotavia, siempre Lotavia…
Mi universo creativo está hecho de palabras que, entre otras materias, describen paisajes. Paisajes de esta isla imaginaria (¿quizá ya no tanto?) en su mayor parte, inspirados en otros de las islas reales (¿reales?), o, al menos, equivalentes en su existencia. Mi anterior serie, ‘Imaginario lotaviano’ publicada en este cuaderno y presentada en la Librería de Mujeres, cumplió (¿seguirá cumpliendo?) el papel de representación visual de esos escenarios, recurrentes y primordiales, cuya descripción minuciosa forma parte de mi estilo (al menos hasta ahora), asociando esas descripciones con fotografías. Las fotografías son mías propias, y, si bien no las considero de una alta calidad técnica, sí les otorgo una potente capacidad representativa de mi creación lotaviana.
La fotografía es, pues, otro de mis útiles estéticos; la he practicado desde hace años, si bien nunca me he dedicado a aprender sus entresijos y soy consciente de mi escaso conocimiento de su lenguaje y mucho menos de su técnica. De un tiempo a esta parte, al fotografiar paisajes me venía molestando la presencia de trastos ajenos a su naturaleza. Un coche en mitad de un camino emborrona cualquier simbología poética; un contenedor de basura rebosada estorba la continuidad de los parques, una plataforma petrolera cohibe los horizontes marinos; y, sobre todos estos artífices de perturbación, los cables y sus vicarios (postes, antenas, cajetines, transformadores...), corrompen cualquier panorama que fotografiemos.
Hasta que concebí que podría asimilar la irritación que me producían los omnipresentes cables revirtiéndolos en un elemento fotografiable y procurándoles un texto que los enfatizara. Y empecé a percibir el paisaje de otra manera. Fotografié entonces mucha naturaleza sin evitarlos, antes bien, otorgándoles el protagonismo de la escena. Sin embargo, cuando repasaba las imágenes obtenidas, no encontraba en ellas idea alguna, ninguna palabra…
Hasta que una de esas imágenes me proporcionó la solución. Del viejo tejado de una casa terrera, que apenas asomaba por una esquina inferior de la fotografía, parecía brotar, como una zarza solitaria en un baldío, una maraña de cables oscuros que arañaba el azul del cielo con una violencia impensable. Eran los únicos elementos de la imagen: tejado, cables, cielo. Y de inmediato surgió la expresión verbal: cúspides sin cables. El tejado acoge y protege, los cables desahucian, hieren… Y me dediqué a fotografiar cuanto tejado con cable se ponía a mi alcance. Pronto, sin embargo, reparé en que no había diversidad en tal tema. Más reflexivamente, resolví ampliar el foco de mi cámara, para que intervinieran otros elementos: ventanas, fachadas, balcones, balaustres. Y luego, también, la naturaleza: montañas, laderas, jardines… Y apareció la exclamación clave: ‘¡Ojalá cúspides sin cables!’
Luego, en el proceso de redacción de los textos inspirados en las imágenes que iba seleccionando, me resultó fastidiosa la reiteración del valor desiderativo del enunciado. Entonces la posibilidad de la doble entonación, exclamativa e interrogativa, y por tanto de sentidos divergentes, de matices de significación, apareció pujante, infinita…
Y así se fue fraguando esta serie. Fotografías obtenidas en varias de nuestras islas que son, también, Lotavia. Y palabras lotavianas las completan.
He ido publicando algunas de esta imágenes en las redes. Ahora quiero ofrecerlas recopiladas en esta web. Espero que sean del interés de todos ustedes, habitantes de Lotavia.
La grisura oprime el mundo y lo encierra tras las paredes, bajo las tejas, en habitaciones donde se ayunta con la tristeza. Ni siquiera el aire que inhalan las chimeneas aquietan este sombrío consorcio. Los bejeques se rebelan junto al precipicio de los aleros, acaso temerosos de que se deprima el tejado y los arrastre a la aflicción. Existen, sin embargo, sendas que brindan la fuga hacia el cénit donde cohabitan la alegría y la luz. ¿Ojalá cúspides sin cables?
En la fábrica, tres miradas se abren hacia la naturaleza que enfrenta. Visillos y cristales marcan la relación entre árboles y habitaciones. La mirada de la izquierda los absorbe pero los refrena; la de la derecha los asume y los integra. En el medio, la mirada se opaca, se cierra a la posibilidad de permear la naturaleza hacia la fábrica. Y encima, como un subrayado inverso, el cable otorga legitimidad a todas las opciones. ¿Ojalá cúspides sin cables?
El rostro del pueblo se prolonga en la faz de la cordillera; ambos semblantes conjurados en una simbiosis de respeto e intimidad, el azul los corona. Los ojos de la fábrica se asoman a los de la naturaleza, se contemplan con devoción; las lomas de la montaña departen con los aleros, escuchándose con reverencia. Y, de pronto, rabioso ruido en el coloquio, rayaduras chirriantes en la mirada, los cables, prepotencia y envidia, quiebran el diálogo, ciegan la vista. ¡Ojalá cúspides sin cables!
Naturaleza y fábrica. Distancia e inmediatez, cercana lejanía, proximidad infinita. Montaña y tejado. Pumita y masapé. Volcán y hogar. Cúspides. Cúspide de identidad, cúspide de intimidad. Aquélla asciende, se eleva hacia lo espiritual, seno que se proyecta hasta el cénit, que aspira a la trascendencia; ésta acoge, envuelve en la calidez vital, vientre que protege y nutre. Y, arrogantes, repentinos, los cables todo lo quiebran, zarpazos disruptivos en el azul, imposibles vástagos de un árbol inerte, deletéreos. ¡Ojala cúspides sin cables!